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El organillo llega a Madrid en la mitad del S. XIX adquiriendo rango de instrumento verbenero, pieza clave para entender el sentir madrileño de sus fiestas populares. Según se sabe, el padre del organillo se construyó en Italia por un cura que intentaba crear un órgano. Y parece que su abuelo procedía de una música que nació en Escocia: el schotís.

El 3 de noviembre de 1850 se celebra en el Palacio Real una fiesta en la que se baila por primera vez el chotís y los cronistas de la época lo definen como «un baile ceñido y lento, de origen extranjero». Esa costumbre será adoptada por los barrios más populares y acabará siendo la seña de identidad de Madrid. 

A partir de entonces las verbenas y demás fiestas populares estarán amenizadas a vuelta de manubrio y quien se encargará de ello será el organillero. Será éste un personaje identificado con el sainete y la zarzuela y , por supuesto, con la tradición del pueblo madrileño.

Para ser organillero era necesario darle al manubrio con garbo, además de vestir gorra con visera, clavel en la solapa y lucir bigote engominado. Deambulaban por las verbenas y los barrios para animar los festejos. Portaban un carrito -que a veces era tirado por una mula- en el que llevaban su organillo.  

Era un trabajo duro, porque sólo trabajando de diez a doce horas, podían amortizar las seis pesetas y dos reales que costaba alquilar un organillo al día, ya que eran pocos quienes los tenían en propiedad.

En torno a 1913 un impuesto municipal les llevó a su casi desaparición. Sobrevivieron como pudieron pero ya en la postguerra cayeron en desuso. La democracia luchó por revitalizar el costumbrismo madrileño, razón por la que resucitaron algunos de los viejos organillos. Todavía queda algún anciano nostálgico que deambula por el centro de Madrid deleitándonos con su música.  

Más información en «Viejos oficios de Madrid» de Ángel del Río López.