La gran pandemia, la temible «peste negra» que asoló Europa durante más de un siglo, llegó a través de los exóticos productos que traían desde las lejanas tierras asiáticas los mercaderes. La enfermedad era producida por un bacilo transmitido por las pulgas y otros parásitos de las ratas grises y negras, contagiando rápidamente a la gente con la que convivían, aunque también afectaba a los roedores salvajes como ardillas y marmotas. Adquirió ese nombre por las pústulas de sangre, hemorragias cutáneas de color azul negruzco, características de la variante bubónica. Hubo otras manifestaciones, la pulmonar y la septicémica. Para cualquiera de ellas el período de incubación era rápido y la mortandad altísima.
La primera gran oleada tuvo lugar entre los años 1348 y 1351, y hasta diez años después no tuvo lugar el siguiente brote, entre 1361 y 1364. Pronto se convirtió en una enfermedad endémica, sufriendo rebrotes ocasionales y locales. La siguiente gran oleada tuvo lugar en 1380 y, para despedir el siglo, una cuarta y última entre 1395 y 1396. Los efectos globales de esta pandemia hasta 1400 llegaron a cobrarse la vida de uno de cada cinco españoles.
Malas cosechas, pobres cuerpos mal alimentados y debilitados por la hambruna, ofrecían muy poca resistencia a tan grave dolencia. La necesidad de conseguir pan en otras ciudades, en otros pueblos, hacía viajar a los granos infectados hacia tierras sin contaminar. Desde las zonas costeras el alimento ya infectado era repartido de una región a otra. La peste tenía alas, grandes y negras y con ellas cubría mortalmente todo lo que tocaba. Otro factor importante que predisponía a padecerla era la pobreza, ya que los materiales de construcción de las viviendas, más baratos, sin cierres herméticos y con el piso de tierra apisonada, plagado de material orgánico, ofrecía unas inmejorables condiciones de vida a las larvas de las pulgas que transmitían la enfermedad, contribuyendo también a su difusión. Además la gente humilde no contaba con la posibilidad de huir hacia otras zonas no infectadas, como aquellos más pudientes económicamente y que, por otra parte, disponían de casas y terrenos en otros lugares sanos.
La peste negra acabó con el 30 % de la población europea, dejando 24 millones de muertos en todo el continente. En la península ibérica hubo regiones mucho más afectadas que otras, siendo las zonas portuarias y comerciales las más perjudicadas, como Cataluña. En el interior, Castilla y León sufrió la pérdida del 20 % de sus ciudadanos, la Corona de Aragón llegó a perder el 35 % de su población, aunque la peor parte se la llevó Navarra que vio esquilmado el 50 % de la suya. No tenemos noticias de la gravedad de dicha enfermedad en Madrid, ni a cuánta gente afectó ni cuál fue el número de defunciones por este motivo, por lo que quizás tuviera razón fray Jerónimo de la Quintana cuando aseguraba candorosamente que la villa suponía:
El lugar mas sano del Reyno, pues ni pestes, aun quando han corrido, ni otras enfermedades contagiosas ni peligrosas no se han padecido notablemente en tiempo que las ha padecido todo el mundo. Y si ay alguna enfermedad general en el Reyno, no es Madrid la primera, que convalece y sana. Quizás esos aires purificados otorgados a la ciudad o alguna medida higiénica no premeditada, ya que entonces no se conocían las causas de la enfermedad, previnieron el contagio masivo en la villa, tal y como ocurrió en otras zonas de la Corona castellano-leonesa.
Las epidemias de peste siempre fueron un terrible azote. Además del grave efecto psicológico que horadaba la moral de los ciudadanos, al ser una enfermedad altamente contagiosa que acababa con un gran porcentaje de su población, se creaba un ambiente temeroso e intranquilo entre la gente donde algunos se encomendaban a Dios, otros creían que era un castigo divino y había quienes pensaban que quizás fuese culpa de los judíos.
Una de las consecuencias más graves que trajo esta epidemia fue la falta de mano de obra. Cada oleada epidémica que se instalaba en una ciudad, arrasaba su población rápidamente y se hacía necesaria una nueva inmigración desde el campo. Este hecho y las propias bajas acaecidas en las zonas rurales, aunque mucho menores que en la urbe, hicieron que el campo se quedara sin trabajadores, sufriendo el espacio cultivado un trágico retroceso.
Las consecuencias socioeconómicas pronto se hicieron notar. La elevada mortandad afectó a todos los sectores: agricultura, ganadería, comercio, etc., provocando el encarecimiento de los productos, el aumento de los salarios y la disminución de las rentas. El precio de los cereales, por ejemplo, se encareció un 30 % en los años posteriores al primer brote. De entre los 4 a 8 maravedíes que costaba la fanega de trigo, llegó a subir hasta los 25 maravedíes en los malos momentos. Los grandes propietarios de las tierras (nobleza y burguesía), sintiéndose gravemente perjudicados con esta situación y debido a que veían sus campos vacíos de labradores que las trabajaran, elevaron sus quejas en las Cortes de Valladolid de 1351 al rey Pedro I el Cruel (1350-1369), sucesor de Alfonso XI, quien para paliar este peligroso escenario, creó el «Ordenamiento de menestrales». Estas disposiciones estaban encaminadas a fijar la organización del trabajo y el ajuste de los salarios de jornaleros y menestrales para los pueblos de Toledo, Cuenca, Madrid y su término.
Texto incluido en el libro ‘Orígenes de Madrid’ de Nuria Ferrrer.
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